
Ahí está. En medio de la plaza. Tiembla, tiene frío. Pero se mantiene en su sitio, aunque sus brazos revolotean por el cielo. Es muy alto, casi puede tocar el cielo con un dedo. Mira hacia el horizonte, inmóvil. Su infranqueable cuerpo, recto y ácido te dan ganas de tocarlo y de ver las curvas de su tez, oscura, pero a la luz mañanera, lívida. Es seguro y nunca se ha echado atrás. Sus brazos esqueléticos tan largos y ligeros se elevan a lo alto del cielo para agarrar alguna que otra nube. Le enamoran los atardeceres y se sonroja al verlos. Admirable anfitrión del parque, con más de cien años vividos, más experiencias presenciadas en su mirada ciega, más momentos románticos en aquel banco a sus pies, más sabiduría que cualquier otro humano o ser vivo. Y después de tanto sigue ahí. El árbol del centro de la plaza del parque.
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